domingo, 20 de septiembre de 2015

MARE VOSTRUM

 
Pájaros surcan el agua
que se ahogan en el mar.

No hace falta funeral:
tan sólo escuchar el murmullo de las olas.

No hace falta la estadística:
tan sólo contar la arena y las estrellas.

En tu fondo albergas
un osario plagado de calaveras,
de huesos de niño,
de gritos de muchacha,
de ardor de joven,
de desvelos de padre.

En tu fondo registras
una fosa común
de maletas, visados y memorias,
laceradas vidas de migrante.

En cada caracola se oye la pesadilla
de una guerra,
del chasquido del hambre,
de la letanía de un desierto,
de la desesperanza y la agonía.

Me encantaría bucear en los pecios de tu sangre,
desenterrar el hueso de tu sueño
y conocer su consistencia.

Pero no hay esquelas en el agua,
no hay nombres que grabar en piedra,
tan solo lágrimas de madre
que acarician el mar.

Paz Cornejo
 


lunes, 13 de julio de 2015

Ejercicio de endurecimiento del cuerpo

La abuela nos pega a menudo con sus manos huesudas, con una escoba o un trapo mojado. Nos tira de las orejas, nos da tirones del pelo.
Otras personas también nos dan bofetadas y patadas, no sabemos muy bien por qué.
Los golpes hacen daño, nos hacen llorar.
Las caídas, los arañazos, los cortes, el trabajo, el frío y el calor también son causa de sufrimiento.
Decidimos endurecer nuestro cuerpo para poder soportar el dolor sin llorar.
Empezamos por darnos bofetadas el uno al otro, después puñetazos. Viendo que llevamos la cara tumefacta, la abuela nos pregunta:
—¿Quién os ha hecho esto?
—Nosotros mismos, abuela.
—¿Os habéis pegado? ¿Por qué?
—Por nada, abuela. No te preocupes, es un ejercicio.
—¿Un ejercicio? Estáis completamente chiflados. Bueno, si eso os divierte...
Vamos desnudos. Nos golpeamos el uno al otro con un cinturón. Nos vamos diciendo, a cada golpe:
—No ha dolido.
Nos golpeamos fuerte, cada vez más y más fuerte.
Pasamos las manos por encima de una llama. Nos cortamos con un cuchillo el muslo, el brazo, el pecho, y nos echamos alcohol en las heridas. Cada vez, nos decimos:
—No ha dolido.
Al cabo de un cierto tiempo, efectivamente, ya no sentimos nada. Es otro quien siente dolor, otro el que se quema, el que se corta, el que sufre.
Nosotros ya no lloramos.
Cuando la abuela está enfadada y grita, le decimos:
—No grites más, abuela, y péganos.
Y cuando ella nos pega, decimos:
—¡Más, abuela! Mira, ponemos la otra mejilla, como dice en la Biblia. Péganos en la otra mejilla, abuela.
Ella responde:
—¡Idos al diablo con vuestra Biblia y vuestras mejillas!


Agota Kristof, El gran cuaderno
 
 

lunes, 1 de junio de 2015

Lo que podría ser una hoja de mi diario

AUTOBIOGRAFÍA

Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,

sino en las cosas que yo más quería.

    
                                Luis Rosales, La casa encendida
 
Emilio González Sainz, cuadro de la serie Paisaje de Invierno, óleo sobre lienzo

viernes, 8 de mayo de 2015

Amar la herida

                  III

Las niñas eras hemosas.
Aunque no lo fueran.

Nosotras nos mordíamos la boca para provocar
    la llaga.
nos abríamos las rodillas y después
arrancábamos la costra, mostrábamos
el hueso a las niñas.

Las obligábamos a mirar.

Nunca quisimos la cura.


Carmen Juan, Amar la herida, La Bella Varsovia




 Flashdance by Sadrine Pelletier

jueves, 16 de abril de 2015

miércoles, 25 de febrero de 2015

Sentencias de la niña lúcida


No me puedo quejar de absolutamente de ninguna de las enfermedades que vinieron porque, con la inteligencia que sólo puede poseer una niña de cinco años, yo sabía, a ciencia cierta, que aquel día me moría. Y eso que no tenía ni idea de alergias, ni de epitelio animal, ni de neumonías ni asma ni de nada que se le parezca. Y hubiese sido así si aquel médico, tan grande y con barba, no me hubiese recetado algo tan aparentemente sencillo como antibióticos. Fue tan sencillo que me horroriza pensar que hubiese ocurrido si hubiese nacido en otro siglo, en otro continente, en otra familia o en ninguna. Recuerdo perfectamente la presión en el pecho, el ruido de cuerpo desgastado que emitían mis pulmones, mis labios casi púrpura que le pedían a mi madre que me diera la mano y como se me iba la vida en cada suspiro. Es probable que, por un rato, yo estuviera condenada a la muerte y ahora ¿qué quiero?… ¿que después de haber vivido muchos más años de prestado todo marche como la seda? Creo que si se lo preguntará a la niña lúcida de cinco años me diría que bastante es con que no te has muerto y que alguien tuvo la idea de inventar la penicilina. Y me cerraría la boca y me quedaría tan callada como se quedó mi madre cuando aquella niña pronunció su severa sentencia: “Mamá, me estoy muriendo.” Pero al final, yo le diría, con mucha rabia: “Sí, pero tú te quedaste sin gato y bien que lloraste”. Porque, las dos, seguimos siendo igual de vulnerables y tenemos la misma mala leche.
 
Foto de Laura Williams